Afganistán nos deja una lección.

Hay lecciones que se repiten, enseñanzas que se reiteran, situaciones históricas calcadas y, sin embargo, los dirigentes las ignoran y los pueblos las sufren sin poder escapar a la maldición propia de la inevitabilidad de las tragedias.

Lo que sucedió en Afganistán era tan previsible que ofende al intelecto que analistas, servicios de inteligencia o funcionarios encumbrados, se sorprendan o finjan sorprenderse con la velocidad con que un régimen y un ejército carente de espíritu y voluntad de lucha se derrumbó ante el ataque de combatientes decididos y aguerridos.
El presidente de los Estados Unidos, luego de hacer un resumen del tiempo y los millones de dólares gastados en “modernizar” al ejército afgano termino su discurso con un concepto tan lapidario como aleccionador: si ellos no están dispuestos a luchar por su país, no enviaremos a nuestros soldados a luchar y morir allí.

Esa frase debería retumbar en los oídos de nuestros dirigentes que desde hace décadas se desentienden de la problemática de la defensa con frases tales como “no tenemos hipótesis de conflicto” o una injustificada confianza en que el sistema internacional nos protegerá en caso de que un actor externo voraz decida morder parte de nuestro rico y desprotegido territorio o que la descomposición de nuestro sistema social habilite a que un enemigo interior vuelva a atacar nuestra nación como sucediera en la década de los setenta.

Argentina tiene parte de su territorio ocupado por una potencia extranjera que explota los recursos pesqueros y energéticos no renovables, además de cortar nuestra proyección antártica. Décadas de recortar los presupuestos de defensa hasta llevarlos a valores muy por debajo de nuestros vecinos y de los recursos mínimos para cumplir las funciones imprescindibles de vigilancia y control, y aun de realizar un mantenimiento apropiado que evite que nuestras unidades de combate colapsen y nuestros hombres de armas mueran operando un material degradado y obsoleto, nos han dejado en un virtual estado de indefensión.

Las amenazas internas se manifiestan por doquier. Grupos indigenistas bajo la bandera de los pueblos originarios no dudan en manifestar su voluntad secesionista y obran en consecuencia sin que el Estado reaccione adecuadamente. Las fronteras son permeables al narcotráfico y las bandas de narcotraficantes dirimen su supremacía territorial con violencia ante la pasividad de fuerzas policiales y de seguridad que tienen las manos atadas por políticas de seguridad demagógicas e ideologizadas de los gobernantes de turno. Finalmente, la calle es de los grupos que enarbolando todo tipo de reclamos muestran un poder mayor que el del Estado mismo y se muestran siempre al borde de un estallido que llegará cuando los paliativos económicos no alcancen a satisfacer sus reclamos.

Afganistán nos dejó una lección. Si las amenazas externas o internas se materializan nadie vendrá a luchar y morir por nosotros. Cuando los guerrilleros urbanos y rurales atacaron la Argentina unas Fuerzas Armadas con alta moral y preparación impidieron que nuestro país fuera una segunda Cuba.

La ideología de izquierda de los sucesivos gobiernos democráticos se ha ocupado de debilitar a nuestro sistema de defensa. Los gobiernos de distinto signo a veces difieren en sus paradigmas económicos, pero siempre coinciden en un odio y un resentimiento hacia los uniformados que corroe las bases mismas de nuestra capacidad de defender nuestra soberanía e independencia.

Es tiempo de reaccionar. De dejar de cantar loas a quienes intentaron destruir nuestro sistema y de atacar con flagrante falta de equidad a quienes los detuvieron y neutralizaron. Es hora de comenzar a reaccionar y prepararnos para enfrentar las amenazas que los tiempos nos plantean porque cuando lleguen, nadie vendrá a morir por nosotros. Como en Afganistán, como en cualquier otro rincón de la tierra en cualquier momento de la historia.

Por Juan Carlos Neves.

Master en Relaciones Internacionales.

Fuente: Edición Calificada

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