De maxima non curat praetor.

El juez federal Daniel Rafecas ordenó la detención de diez militares por su participación en un enfrentamiento que tuvo lugar el 29 de septiembre de 1976, en una casa de Villa Luro, donde se encontraban reunidos miembros de la secretaría política de Montoneros. Sitiados por una importante fuerza de tareas, los ocupantes rompieron el fuego desde la azotea contra los atacantes y se combatió cerca de una hora y media. Al entrar a la casa, se encontró que cinco de los ocupantes habían muerto y se capturó a cuatro sobrevivientes. Trascendió que dos de los caídos, un hombre y una mujer, se habían suicidado -otras versiones aseguran que lo hicieron desde la azotea, a la vista de los sitiadores, cuando ya habían quedado sin municiones. La joven era Victoria Vicki Walsh, de nombre de guerra Hilda, que contaba veintiséis años de edad, hija mayor de Rodolfo Walsh y reciente madre de una niña de dos años, que fue hallada en la planta baja de la casa y más tarde se entregó a sus familiares.

¿Cómo comprender y hacer comprender que 46 años después de aquellos sucesos se reabra una causa con ampliación de sus imputados? ¿Qué hemos aprendido en todo este tiempo acerca de un conflicto intestino tan grave y de efectos tan duraderos como fueron los enfrentamientos entre insurgencia y contrainsurgencia en los ’60 y ’70 del siglo pasado? No es mi intención profundizar los detalles de aquel enfrentamiento, ni reabrir la sobada cuestión  acerca de cuántos demonios tomaron partido en aquellos choques e que poblaron la segunda mitad del siglo pasado.  Me anima otro sentimiento más profundo; el que los antiguos llamaban pietas, en una acepción más rica que lo que hoy llamamos comúnmente piedad. 

Pietas deriva del adjetivo pius, adicionándole el sufijo –tas. Pius se aplicaba en la Roma clásica a quien era justo y bueno, pero también obediente a los deberes, leal, fiel y concienzudo. Siendo tales deberes los referidos hacia los mayores, hacia las costumbres de los antepasados, la patria y los dioses.  La pietas comprendía el deber de ejercicio de virtudes privadas y públicas,  hacia el entorno y hacia la comunidad, con un vínculo de religio, de escrupulosa relación con algo más que humano. La pietas nos marca aún hoy como un deber, un deber sacro, construir la concordia y la comunión en la morada común. 

INSURGENCIA/CONTRAINSURGENCIA­

­Los conflictos, rajaduras y grietas políticas no resultan de la patología de las sociedades, sino de su fisiología según la inconstante condición humana, que nos hace, como decía Maquiavelo, «no saber ser ni honorablemente malos ni perfectamente buenos». Cuando esos conflictos, a designio o por ineptitud mal gestionados, y a veces desde afuera inducidos, escalan hasta la enemistad absoluta, se puede llegar a la peor forma de guerra: la guerra intestina. Eso nos ocurrió desde fines de los ’60 del siglo pasado, bajo forma de guerra revolucionaria, calificada así en la sentencia de la Cámara Federal en lo Criminal y Correccional del 9 de diciembre de 1985, en la «Causa nº 13», esto es, el «Juicio a las Juntas». 

Esta declaración de guerra revolucionaria ocurrió en el mundo bipolar, donde las grandes potencias desarrollaban sus enfrentamientos en escenarios periféricos, como lo fue el nuestro. En nuestra ecúmene, la guerra revolucionaria continental fue orientada desde la Habana, a cargo del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista Cubano, y con cabeza visible en la OLAS (Organización Latinoamericana de Solidaridad). La respuesta contrainsurgente siguió los lineamientos del concepto de seguridad hemisférica según los entrenamientos recibidos en la Escuela de las Américas y alguna doctrina francesa. En 1975 las fuerzas armadas de diversos países de la ecúmene establecieron el Plan Cóndor, para una acción contrainsurgente coordinada.

Así se desarrolló esta guerra revolucionaria declarada en el teatro periférico de nuestro país siendo «suficientemente claro que ni el Estado ni la sociedad provocaron de manera suficiente la agresión subversiva», y que «tales acciones tuvieron lugar tanto en épocas en que los destinos de la Nación eran regidos por gobiernos de jure como de facto» (Causa nº 13 -sentencia, capítulo V, cuestiones de hecho, nros. 8 y 22).

A poco de asumir el gobierno Raúl Alfonsín, de acuerdo con sus promesas preelectorales dictó los decretos 157/83, por el que se ordenaba iniciar juicio a la conducción de Montoneros y a algunos dirigentes del ERP y el 158/83, por el que ordenaba igual criterio respecto de las Juntas Militares 1976/1983. El Estado se colocaba sobre los bandos de la guerra intestina, como árbitro para la construcción de la paz doméstica. Para que este loable objetivo pudiera cumplirse, debieron tener lugar ambos enjuiciamientos a un ritmo parejo, pero ello, por diversas razones, no ocurrió. La atención se centró en el Juicio a las Juntas. La sentencia allí dictada no echó un cerrojo -como surgía de la promesa preelectoral de los «niveles de responsabilidad»- a citaciones judiciales a niveles inferiores a los de los comandantes en jefe, lo que, luego de  planteos de los afectados, acabó en el dictado de las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987). El proceso de clausura de las malhadadas consecuencias del enfrentamiento insurgencia/contrainsurgencia tuvo remate, durante el gobierno de Carlos Menem con los indultos a los participantes de uno y otro bando, todo ello con gran aceptación pública. Las leyes y los indultos fueron declarados constitucionales por la Corte Suprema de Justicia, ya que dictados dentro de las facultades de los poderes Legislativo y Ejecutivo (causa «Campos» y concordantes).­

­UNA VUELTA DE CAMPANA­

­La Corte, bajo el gobierno de Néstor Kirchner, con algunos de sus componentes que habían establecido la jurisprudencia a que se ha hecho referencia, dictó varios fallos en una vuelta de campana sobre aquellos criterios, siguiendo una directiva oficial. En 2004 fue en la causa «Arancibia Clavell», que estableció la imprescriptibilidad de los actos de terrorismo de Estado y propició la aplicación retroactiva de la ley penal en virtud del «derecho consuetudinario internacional». En 2007, en el caso «Lariz Iriondo», falló -en cambio- la prescriptibilidad  de los actos terroristas no estatales. Y en 2005, en la causa «Simón», anuló las leyes de Punto Final y Obediencia Debida (que el Congreso ya había abolido), haciendo mangas y capirotes con los principios básicos del derecho penal liberal (se destaca la solitaria disidencia de Carlos Fayt). 

Remató nuestra Corte su tarea de demolición jurídica en 2007 con el fallo «Mazzeo», donde declaró la  inconstitucionalidad de los indultos sancionados en 1989, dejando de lado una resolución de la propia Corte, en esa misma causa, que declaraba su  constitucionalidad, respecto del mismo hecho y persona, confirmando un sobreseimiento definitivo. Merece transcribirse un párrafo de la disidencia de Carlos Fayt y Carmen Argibay: «la discusión quedó cerrada hace 17 años.ningún tribunal puede eludir los efectos de una decisión judicial  firme sin negarse a sí mismo, es decir, sin poner la condiciones para que nuestro propio fallo sea también revocado en el futuro con argumentos contrarios».

­TRIBUNALES SIN AUTORIDAD­

­Volvamos a la citación del juez Rafecas. Se les imputa a los encartados los delitos de homicidio agravado, tentativa de homicidio en el caso de Victoria Walsh, privación ilegítima de la libertad en el caso de los detenidos, etc. Un dramático episodio de aquella guerra intestina juzgado cuarenta y cinco años después, como si la guerra jamás hubiese tenido lugar. 

¿Cuál es, o debería ser, la tarea de los jueces? Por un lado, los jueces tienen la facultad de judicare, esto es, de juzgar y adjudicar lo suyo de cada uno, concretando lo justo del caso. Esta facultad no es propiamente un poder, una potestas, sino que corresponde a la autoridad, a la auctoritas. Los jueces deben tener autoridad para hacerse creíbles a los justiciables. 

La autoridad no proviene de la chapa y del nombramiento. Fluye del saber socialmente reconocido que sus fallos y la coherencia de su conducta demuestran. Auctoritas deriva de un verbo latino, augere, que significa crecer, propiamente, hacer crecer. Reconocemos un saber que nos hace crecer, y así nos ocurre desde la primera autoridad que aparece en nuestra vida, la autoridad de los padres. 

La distinción entre autoridad y poder es propiamente romana. Y por tal vía llega al Derecho. Por eso, como decía Montesquieu, el poder de la magistratura, tomado desde este ángulo, resulta prácticamente nulo. La autoridad de los jueces se funda, a su vez, en la independencia con la cual puedan juzgar y concretar así el derecho en los conflictos interpersonales acerca de lo suyo de cada uno. Su juicio requiere libertad íntima e independencia práctica de los poderes en juego, sean estos institucionales o indirectos. La condición y premisa de la independencia del juez, en este caso, deriva de juzgar según la ley, no contra ella. 

Esta garantía de la independencia del juez  sostiene la libertad del ciudadano, que también se asienta en la objetividad y generalidad de la ley, como advertía en su tiempo el viejo barón y percibe continuamente la conciencia pública. Las bases de la autoridad de la agencia judicial federal penal fueron minadas, junto con la garantía de la independencia de sus agentes, al destruirse el edificio de las garantías de largo reconocidas y establecer un derecho de dos velocidades, una para el común -con tratamiento VIP para amigos y favorecedores- y otra, despojada de garantías y con condena anticipada, para los delitos de lesa humanidad. Esta segunda velocidad de aplicación salvaje, se ha ido paulatinamente extendido a otros casos, fuera de aquellos para los que fuera concebida.

­EN UN `REDEPENTE’­

­Desde este planteo, es para mí evidente que la justicia federal penal en la Argentina, a partir de los retorcimientos tribunalicios que arriba he recordado, y de los escándalos, trapisondas, sometimiento a influencers reconocidos que el periodismo nombra a diario, el cajoneo de expediente con involucrados notorios como «toma de rehenes», el enriquecimiento súbito de algunos magistrados, ha perdido autoridad -la autoridad se gana pacientemente y se pierde, como decía antaño Niní Marshall, en un «redepente». 

Tiene el poder jurisdiccional, pero carece de la autoridad de judicación. Las dramáticas y duraderas consecuencias de los enfrentamientos de los años ’60 y ’70 del siglo pasado, cuyo último acto fue el intento de copamiento del cuartel de La Tablada en 1989, no pueden ser juzgados por jueces sin autoridad. Un brocardo jurídico dice: de minimis non curat praetor: el juez no juzga acerca de lo nimio. 

Aquí podría decirse: de maxima non curat praetor. De lo grande, de lo que excede el fiel de la balanza de Themis que inhábilmente pretenden manejar, no pueden juzgar nuestros jueces federales penales. Es una cuestión que les queda grande, demasiado grande, aunque sigan ejerciendo el poder jurisdiccional del que están revestidos, repitiendo fallo a fallo, en una suerte de prepizza forense, los artilugios que hace década y media vertieron unos jurisclastas y se vienen reproduciendo desde entonces. 

Las secuelas de nuestra guerra intestina fueron compuestas, con idas y venidas, en un teje y desteje muchas veces poco prolijo, por las leyes de Alfonsín y los indultos de Menem, con la imperfección de toda obra humana. Se echaron abajo, y esto no ha traído ni justicia ni apaciguamiento. Sólo la vuelta a la solución política, la amnistía -perfectamente viable sin violar obligaciones del derecho internacional, como demostró el profesor Alfredo M. Vítolo en un excelente trabajo- podría sellar las heridas. 

Por cierto, tal vía es por ahora impensable, teniendo en cuenta que nuestra clase política carece no ya de autoridad, sino de la mínima credibilidad.  Estamos condenados a recaer cada tanto en la guerra intestina, librada ante tribunales sin autoridad que mantienen inclinada la cancha.­

­LA PIETAS­

­¿Y la pietas?  Miriam Bregman, abogada de los querellantes en la causa que atiende el juez Rafecas, se regocija de que termine la impunidad para «asesinos» y «genocidas», autores de una «masacre». ¿Seguiremos identificando con esos rótulos denigrativos de tiempos de guerra a aquellos compatriotas de uno y otro lado, alternativamente según el humor de los tiempos? 

Puedo afirmar que los que se habían reunido en aquella casa de Villa Luro, y la organización insurgente a la que pertenecían no gozaban ni gozan de mis simpatías. Pero, a la vez, reconozco en su decisión, en su empeño sin cálculo, en su coraje de pelear hasta el fin, una actitud que despierta mi respeto, porque también viví aquellos tiempos y, desde otra ribera del pensamiento, comprendo los extravíos de aquel momento. 

Los que estaban enfrente, los hombres de uniforme, también eran jóvenes, también tenían familia e ideales, y también, por otra parte, pudieron, siguiendo a sus jefes, caer en extravíos y demasías. La pietas se extiende como un manto que cubre las estridencias de aquellas horas y como un bálsamo que, si no cura las heridas, las convierte en historia y agua pasada. Si se habla de una «masacre» de «genocidas» sobre una reunión pacífica, se convierte en chicana forense el jugarse la propia vida sabiendo desde el principio que ella estaba en juego. La valentía se trasmuta en agachada. 

Rodolfo Walsh, que habría de morir un año más tarde defendiéndose a tiros, escribió: «El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era Oficial 2º de la Organización Montoneros, responsable de la Prensa Sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente, estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con ella». Y en otro lugar, anotó: «Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella». 

No se podría decir mejor, y el único crimen contra su hija y él mismo, sería robarle esa afirmación.­

Por Luis María Bandieri.

Fuente: Diario La Prensa

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