Santo Tomás Moro, de cuyo nacimiento se están por cumplir quinientos años, fue un caballero católico inglés del Renacimiento, un erudito, un humanista. Cuando el hacha del verdugo hizo rodar su cabeza por orden del nunca suficientemente vituperado Enrique VIII, se cortó uno de los cabos que unían a Inglaterra con Europa, con la Cristiandad. Por aquella época comenzó la navegación solitaria de la isla, navegación próspera en tiempos, pero ya definitivamente concluida. Y ahora Inglaterra vuelve a Europa, pero cuando la Cristiandad ya no está.
Quinientos años es demasiado tiempo. La Inglaterra de nuestro protagonista todavía era verde, todavía era agrícola, todavía era católica. Y Tomás Moro, como Erasmo, como Montaigne, eran hombres del Renacimiento, que, lejos de consistir en la clausura de la Edad Media fue en cierto modo su coronación. Eran hombres de una universal curiosidad, de una profunda y benévola ironía. Tomás Moro fue, además, un santo. Gran abogado, canciller del reino, amigo personal del rey, eligió el martirio porque no pudo, en conciencia, aceptar que el grotesco y maligno monarca se convirtiera en Papa de Inglaterra. Y fue a la muerte, después de una larga permanencia en la Torre de Londres, haciendo chistes, cosa dada solamente a los santos o a los tontos.
La Utopía
Dijo Berdiaeff –en el siglo XX- que ahora, que las utopías parecen realizables, habría que encontrar el modo de que no se concreten. Pero no era ésta la situación en el siglo XVI, cuando Moro inventó la palabra utopía (es decir, lugar inexistente), y bautizó con ella a la isla sobre la cual versa su libro célebre. Porque Moro, el padre de la cultura, la bautizó con la palabra justa. Moro no creía que su utopía, ni las utopías en general, fueran realizables. Moro se limitó a dos cosas: a señalar abusos de su reino y su tiempo, y a soñar un poco –derecho inalienable de los hombres, aun de los inteligentes- sobre la naturaleza humana.
Sobre lo primero hay que recordar su célebre frase: “Los corderos se comen a los hombres”. Describe a unos míticos corderos cuya voracidad los impulsa a la antropofagia. Pero eso no es surrealismo, sino la estricta pintura del proceso a que asistió: la ruina de la Inglaterra agrícola y de la pequeña propiedad rural, el acaparamiento de las tierras por los señores de la nueva nobleza, que las dedicaban a la cría de ganado. Proceso paralelo al saqueo de los monasterios realizado por el primero de los Cromwell, e íntimamente ligado a la revolución religiosa del rey Barba Azul. A partir de ese momento se constituye la oligarquía británica que sobrevivirá casi hasta nuestros días. Y muchas otras alusiones trae a cosas concretas de la época.
Pero lo segundo –el soñar sobre la naturaleza humana- es, acaso, el punto decisivo que hay que señalar en Tomás Moro. Porque Moro, a diferencia de casi todos los utopistas que lo siguieron, soñaba pero sabía que soñaba. Por eso, la palabra utopía significa en griego lugar que no existe, en el sentido de lugar que no es de este mundo. Los otros utopistas -desde Bacon hasta Wells- se tomaron en serio sus propios sueños, y ésa es la diferencia. En realidad, todo el racionalismo (y sus aplicaciones políticas, económicas, etc.) es utopismo, pero utopismo en el mal sentido: el que sueña pero no sabe que sueña, el que se complace en ignorar la realidad.
La Contra-Utopía
Lo malo es que, como señalaba con preocupación Berdiaeff, las utopías –en el mal sentido- parecen ahora realizables, y lo parecen gracias a la técnica. Ya en la década del veinte, Aldous Huxley escribió una novela de anticipación o ciencia ficción (“Un mundo feliz”, “Brave New World” en inglés), donde se profetiza la organización de un mundo siniestro sobre la base del sincretismo del capitalismo norteamericano y del bolchevismo soviético. La sociedad está dividida en castas programadas hasta en sus menores reflejos desde las probetas donde por medios químicos tiene lugar la gestación. Dos son los objetivos del sistema: el consumo masivo –para cuyo consumo también son acondicionados los hombres- y la estabilidad del propio sistema. Claro que los más inteligentes (preparados para las funciones sociales más importantes) se ponen, de tanto en tanto, un poco nerviosos: para volverlos a la buena senda hay una droga oficial de uso obligatorio que les proporciona químicas dosis de felicidad. La familia no existe (los bebés nacen en probetas), y la promiscuidad sexual es alentada por el Estado, siendo severamente reprimido todo intento aislacionista en este aspecto. El título del libro es parte de un verso de Shakespeare que traducido dice más o menos: ¡Oh magnífico mundo, mundo nuevo!
Si el lector advierte alguna coincidencia entre el “Mundo Feliz” de Huxley y el que se está forjando ante nuestros ojos, desgraciadamente no se equivoca. Existe, en efecto, la posibilidad de que los sueños de los más soñadores –convertidos en pesadillas- se hagan realidad. En ese caso, tendremos que pedirle al santo que inventó la palabra famosa que nos conceda siquiera algo del temple que tuvo.
Roberto H. Raffaeli (1944-1989)
Especial para “La Nueva Provincia” – Año 1981