Elogio de la censura.

Tal vez algún lector quede perplejo por lo que vamos a defender y a algunos les parezca contradictorio con lo que alguna vez escribimos en defensa de una eminente científica, censurada por una revista por el solo hecho de expresar opiniones disidentes sobre el rumbo de la conducción del sector científico-tecnológico por el gobierno en aquel entonces. Pero no hay tal contradicción y pretendo demostrarlo en pocas palabras, que sé de antemano insuficientes por el espacio de que disponemos.

Primero hay que devolverle a la palabra su sentido prístino y despojarlo de su carga peyorativa. Así, la censura, entendida latu sensu como desaprobación o reproche, es un acto legítimo, espontáneo y profundamente arraigado en la conducta del ser humano. Así como el individuo «normal» discrimina entre el bien y el mal, criterio en el que se funda la imputabilidad del delito, es lógico que censure aquello que se aparte de la norma considerada bondadosa. La censura va desde la simple crítica negativa hasta la prohibición. A menudo van juntas. Los padres censuran la mala conducta de sus hijos y les prohíben aquello que suponen la origina. En el orden social, cuando hay efectivamente orden, disponemos de un sistema coherente de normas escritas y normas implícitas muy claras a las que debe ajustarse la conducta de los individuos en beneficio de la convivencia. Cuando esas normas son transgredidas y peligra la integridad física y moral del cuerpo social, la prohibición sigue en orden lógico a la censura. La censura sólo es repudiable cuando se ejerce a capricho y a contrapelo del buen sentido, las normas y la moral natural.

La palabra «censura» suele tener su mayor uso en el ámbito de las ideas y su difusión oral o escrita. El liberalismo, en su expresión extrema y en nombre del valor que dice preservar, condena la censura de la conducta cuyo ejercicio debe ser libre mientras no afecte el derecho de terceros. Parecido concepto se aplica a las ideas. Mas este principio sabemos que tiene las restricciones autoimpuestas por su interés y conveniencia de preservarse como ideología dominante una vez instalada en el poder, pero eludida mediante el silenciamiento conspirativo de la disidencia.

En verdad, la condena de la censura se ha impuesto y hecho efectiva, con la restricción señalada gracias al apoyo de la educación relativista, cuya consecuencia más cruda es la confusión, la anomia, el «vale todo» y la quiebra del concepto filosófico de «verdad». ¿Quién no recuerda el «prohibido prohibir» de aquel memorable y mayo francés y sus nefastas consecuencias?

Sea lo que fuere, lo cierto es que vivimos los frutos de la falta de una saludable censura y de las consiguientes y necesarias prohibiciones. Los padres no las ofrecen a sus hijos ni los maestros a los alumnos. El estado, por su parte, ha renunciado a velar por la moralidad del conjunto social. Los resultados del triunfo de la «seudo-libertad» sobre la censura están a la vista. Si no lo cree así, encienda el televisor y preste atención al lenguaje y a las escenas de la mayoría de los programas, que constituyen sólo el peldaño inferior de una escala ascendente donde la procacidad se mezcla y culmina en la promoción e idealización de verdaderos viciosos y hasta criminales transformados en héroes.

Por mi parte, elogio la censura y las prohibiciones destinadas a proteger al cuerpo social del proceso de depravación a que lo somete la indolencia de los gobiernos y un puñado cada vez más grande de comunicadores, libretistas e intelectuales de presencia dominante en los medios masivos, que han optado por la destrucción sistemática de los valores apetecibles por una sociedad sana. Algunos deliberadamente y otros por espíritu de rebaño. Elogio, sí, la censura que puede ejercer un gobierno preñado de integridad moral que quiera poner vallas a la decadencia.

Por Eugenio Rodríguez Marangoni.

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