Es claro que el odio no tiene buena prensa en estos días; y quieren, por eso, convertirlo en delito para que todos juremos que no odiamos a nada ni a nadie por temor a ir presos. Es como aquel viejo dibujo en el que los ratones huyen aterrorizados cuando cae un papelito en el que dice «Miau».
Pero el odio no es más, según su definición y etimología, que la antipatía o aversión que se llega a tener por una cosa o una persona. No conlleva la exclusión ni la persecusión del otro; tampoco la destrucción de la cosa o el objeto odiado.
Por otra parte, esos dos vocablos -antipatía y aversión- señalan, también, la repugnancia natural que nos produce una persona o una cosa.
Cuando comenzamos a aprender, en nuestras casas, en el colegio, en la iglesia, y cuando en esos tres ámbitos se enseñaban los mismos valores y principios, aprendimos a amar al prójimo como a nosotros mismos, a odiar el pecado pero amar al pecador, que lo era tanto como nosotros podíamos serlo. Se nos enseñó a odiar la mentira y a hacernos cargo de las consecuencias de nuestros actos; a odiar la corrupción que ha envilecido a demasiados y empobrecido a todos los argentinos; a odiar la hipocresía de los que despotrican en privado contra lo mismo que aplauden en público; a odiar el egoísmo y la mezquindad.
Amamos a Dios, Nuestro Señor, más allá de nuestras faltas; a nuestra Patria en su debilidad y degradación a la que la llevan, amamos a nuestras familias, a los amigos que alegrran y enriquecen nuestras vidas, amamos a aquellos con quienes compartimos las mismas ideas y respetamos a los que disienten y lo hacen noblemente.
Y, en mí caso, me reservo el derecho de odiar, en los términos que he dicho, a las personas o las cosas que se me dé la gana. Aunque me cueste la prisión una vez más.
Por Enrique Graci Susini.