Son términos que remiten a conceptos que deben ser examinados y utilizados cuidadosamente porque tienen una merecida carga peyorativa. A menudo los políticos se valen de ellos para descalificar sin caer en la cuenta de que suelen padecer el mismo vicio que adjudican al adversario. Si ideología en materia política se define con un sistema cerrado, infalible, que se formula sin consultar la experiencia ni los rasgos esenciales y propios del sujeto histórico, y como tal pretende dar respuesta total y definitiva a los problemas de la sociedad para todo tiempo, lugar y circunstancia, aferrados a ella no habría que pensar más y todo quedaría resuelto de una vez y para siempre con la aplicación de sus recetas. Pero hay sobradas pruebas de que no es así. En este caso, en rigor, estaríamos ante la formulación de una utopía. Una vez aceptada como verdad inconcusa y transformada en dogma de fe, puede desencadenar las peores catástrofes, como lo han hecho a lo largo de la historia la ideología liberal y la ideología marxista. Creo que preguntado Solón acerca de cuál era el mejor sistema político para un pueblo, preguntó a su vez: “¿para qué pueblo?”. No había para este sabio una receta de validez universal al margen de las peculiaridades de cada sociedad.
Debe tenerse presente que una cosa es la realidad y otra, a menudo muy distinta, la idea que se tiene acerca de ella en términos tales que, sin el debido soporte de la experiencia, ella no deja de ser siempre pura abstracción. Es cierto que el riesgo de caer en el ideologismo o la ideología convertida en dogma es constante, pues expresa una legítima aspiración del ser humano a dar solución definitiva a los problemas que lo aquejan. Pero hay que aceptar que no hay respuestas infalibles y válidas al margen de las circunstancias históricas y la cultura de un pueblo, dicho esto evitando caer en la trampa de un historicismo radical.
¿Quiere decir esto que debemos renunciar a la ideología tal como la hemos definido? Creo que sí. Más legítimo y realista sería comenzar por identificar los problemas que aquejan a un país y concebir sus posibles soluciones prácticas, rehuyendo la tentación fácil de caer en un pragmatismo divorciado de los fines morales en la prosecución de los objetivos. Frente al ideologismo, pues, debemos reivindicar “ideales”, “principios”, “convicciones” con anclaje en la realidad profunda y en la experiencia intransferible de la Nación; frente al dogmatismo debemos reivindicar el valor de la opción prudente ajustada a las exigencias de cada circunstancia y de modo congruente con los “ideales” adoptados.
Jorge Bohdziewicz.