El presidente de la República, en medio de incendios contra la soberanía nacional, robo de vacunas para proteger a desvergonzados, tecleos de la Justicia, tormenta con su mandante y aliados, se da tiempo sin embargo para dictar clase sobre Teoría del Delito en la Facultad de Derecho de la UBA. ¡Qué múltiple capacidad! ¡Arquero y centro-forward en el mismo equipo y el mismo partido!
Cierto es que la materia de su dictado le ha de resultar más que familiar, tanto para las teóricas como para los trabajos prácticos; pero lo concreto es que cualquier profesor universitario que se respete prepara una y otra vez sus clases porque, aunque las repita con frecuencia, la naturaleza misma del conocimiento superior requiere permanentemente de actualización, correcciones, nuevas lecturas. ¿Habrá tiempo para todo eso en medio de las tareas presidenciales? ¿O se tendrá que optar por la charla de café en lugar del rigor universitario? Usted elige. Permítase imaginar.
Antecedentes no le faltan a nuestro Fernández ya que hasta ha tenido un ejemplo similar río de por medio, ante el cual el pudor por la muerte reciente no permite entrar en detalles. Pero lo grave es que esta displicencia por la tarea es contagiosa y el resultado termina con una entera administración nacional más preocupada por subsistir que por hacer las cosas bien. Que lo diga, si no, el coronavirus.
Para restrigirnos a la educación, obsérvese la superficialidad de la enseñanza superior: profesores que no conocen su materia sino que acumulan hojas y hojas sin substancia en su curriculum, especialistas en sacarle el bulto a las tareas concretas tanto en el grado como en el postgrado. Porque, pongámonos de acuerdo, el lamentable papel que han hecho los expertos en epidemiología y en enfermedades infecciosas frente al covid no es una casualidad, sino el producto indefectible de instituciones universitarias que -lejos de la tradicional reunión entre «los que quieren aprender y los que tienen algo que enseñar» -se han tranformado en el desganado encuentro entre quienes pugnan por un título y los que se mueren por escucharse a sí mismos.Y en esa atmósfera, entes que fueron pensadas para fines más altos, como la Coneau o el Conicet, se han convertido en burocráticos, adocenados, pasto además de intenso sesgo ideológico.
Así todo, nadie crea que esta caída nace sólo en la Universidad. Mucho viene de una enseñanza secundaria con profesores degradados social y culturalmente, incapaces de alentar a esas esponjas ávidas de curiosidad por saber que son los muchachos, a pesar de los telefonitos. Pero la raíz está más atrás y se entierra en la decadencia del magisterio.
MARECHAL MAESTRO
No se hallan sino como absoluta excepción esas señoras maestras que eran ejemplo desde la elegancia de su aspecto y la pulcritud de su vocabulario. Severas y afectuosas como la virtud. O esos desaparecidos maestros que enseñaban por vocación en los últimos grados, lejos de la búsqueda de un ganapan, y empezaban a insinuar el universo que llegaría con el Secundario. ¿Puede imaginarse lo que habrá sido tener como maestro a Leopoldo Marechal en una escuela de barrio?
No se hallan tampoco, sino como absoluta excepción, universitarios -y, menos, profesores universitarios- capaces de introducir a los adolescentes de colegio en el universo de la abstracción al que jamás llegarían esos profesores terciarios que aprenden en los manuales, andan «un par de lecciones delante de sus alumnos» y, por lo tanto, compiten con ellos. Profesores terciarios repletos dejornadas pedagógicas, donde otros conversadores les enseñan lo que es el cajón de manzanas pero sin la fruta dentro.
Y no se encuentran porque, aún más allá de la degradación sociocultural a la que han sido sometidos desde mucho atrás, esos docentes -particularmente los primarios- han perdido la capacidad de transmitir la esencia que cabe a la enseñanza elemental. Ni más ni menos que la posibilidad de discernir entre «lo que se sabe y lo que no se sabe» que aquellas señoras maestras nos inculcaban, quizás hasta inconscientemente.
Lo que expongo puede sonar pequeño, en particular ante el monumento de palabras que envuelve hoy al aparato -ciertamente descompuesto, si no totalmente vacío- de la pedagogía. Pero es que la verdad es así de sencilla cuando es verdad, mientras que la mentira tiene que revestirse para su disimulo.
Obsérvese y se verá que habría menos goteras, menos complicaciones médicas, menos atajos procesales y etcétera, en las diferentes profesiones, si todavía tuviésemos aquellas maestras capaces de hacernosdistinguidos: señores capaces de «distiguir» entre lo que sabemos y lo que ignoramos.
Por eso, pobre presidente Fernández, no lo juzguemos culpable por no saber bien lo que es ser un profesor universitario. Hay mucho detrás de cada muchacho porteño. Se lo podría perdonar aunque, por supuesto, tampoco este antecedente lo califica bien.
Hugo Esteva.
Fuente: Diario La Prensa