La fábula de la noche de los bastones largos.

Realidades y fantasías.

Hay mentiras que superan los mejores esfuerzos dialécticos y documentales que puedan oponérseles y se proyectan en el tiempo hasta convertirse en “verdades” inconcusas colectivamente aceptadas. Una de ellas consistiría en el descalabro que habría sufrido la educación universitaria argentina y su desarrollo científico a raíz de la renuncia “masiva” de docentes e investigadores provocada por la famosa “noche de los bastones largos”. Años y años repitiendo la misma fábula han logrado que se termine aceptándola en todos sus detalles y en todas sus consecuencias. Dejando de lado la valoración moral de las causas que produjeron los hechos, estamos seguros de que lo mismo ocurrirá con el tema de los 30.000 desaparecidos. Aunque no excedan los 7.158 según el informe de la CONADEP, hasta es posible que tal cantidad se reduzca a medida que vayan “apareciendo” gradualmente más “desaparecidos”, como sucedió Carmen Argibay, por ejemplo, designada miembro de la Corte Suprema de Justicia a instancias del presidente Kirchner, siendo una defensora del matrimonio entre homosexuales, partidaria del aborto y de la despenalización del consumo de estupefacientes.

Que las izquierdas exhumen cada dos por tres el episodio de la “noche de los bastones largos” para mantener vivas y en alza sus banderas revolucionarias y propagandísticas, vaya y pase. El desapego por la verdad en que viven, que forma parte de su inveterada patología y absoluta inescrupulosidad, hace que no nos conmuevan sus trinos. Forman parte del paisaje en que se mueven y al que estamos ya acostumbrados. Pero que funcionarios públicos de todos los partidos políticos se haya apropiado de la fábula y la haya integrado al arsenal de los “contenidos pedagógicos” en educación, como ha sucedido, es algo más que poco serio: es repugnante.

En efecto, recorriendo viejos recortes, vi un artículo de Daniel Filmus, ex Ministro de Educación del gobierno de Kirchner, publicado en La Nación titulado Una noche demasiado larga, que recoge todos los lugares comunes de la susodicha fábula. A saber, que el gobierno militar clausuró en 1966 “un proyecto científico y educativo de excelencia” que venía desarrollándose en un “marco institucional y participativo”; que el rector de la UBA, decanos, consejos directivos, profesores y estudiantes con “lucidez y valentía” dieron una “gran lección” ética en una declaración en defensa de la autonomía avasallada y de la plena vigencia de los principios democráticos; que fueron desalojados a “palos, patadas y gritos” por “soldados enardecidos”; que hubo 400 heridos y detenidos y que todos los decanos de la Universidad de Buenos Aires, 1400 docentes y 300 científicos “debieron abandonar el país”; que se destruyó la Clementina, primera computadora de la universidad, en un acto de “irracionalidad” de valor simbólico; que como consecuencia “terrible” de todo esto se retrasó el progreso del país; que el desalojo inauguró una “escalada de violencia irracional” y un proceso que degradaría las bases de la educación pública; que el “saber, la democratización del conocimiento, la reflexión crítica y la dignidad son siempre una usina de libertad incompatible con los regímenes dictatoriales”. No podía faltar una alusión a Manuel Sadosky, “referente indiscutido de la comunidad científica”, antes de un cierre a toda orquesta, superficial y a todas luces falso: “Nuestro desafío, como autoridades, docentes, investigadores y ciudadanos, es estar a la altura de ese legado y trabajar cotidianamente para reconstruir un sistema educativo de excelencia que siente las bases del progreso e irradie los valores democráticos y morales que ellos supieron sostener y que los niños y jóvenes argentinos merecen”.

Veremos a continuación, aunque brevemente, quiénes eran y qué clase de “valores democráticos y morales” sostuvieron y legaron las “víctimas” de aquella mítica “noche de los bastones largos”.

El artículo de Filmus, a despecho de que se trata, por su contenido, de poco más que un panfleto, digno de un dirigente estudiantil reformista en plena campaña agitadora y no de un funcionario responsable. Siendo, por lo tanto, despreciable por su inconsistencia, debería ser sometido a lo que los viejos metodólogos de la historia suelen recomendar en sus manuales, esto es, a un examen heurístico para determinar las fuentes de su “conocimiento”. Seguidamente, identificadas esas fuentes, habría que aplicarle las reglas propias de la crítica de “autenticidad” y de “veracidad”. Pero, pensándolo bien, es demasiado análisis para tan poca cosa, de modo que solamente ensayaremos algunas apostillas a su artículo para matizar la valoración de la epopeya que nos quiere presentar y poner al mismo tiempo en sus justos términos la fantasía urdida en torno de las fatales consecuencias que habrían traído un aporreamiento circunscripto y unas renuncias limitadas.

Eugenio Rodríguez Marangoni.

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