Es conocido el consejo que invita, a cierta altura de la vida, a releer. Pero también vale la pena encarar tardíamente lo que se dejó en suspenso durante la juventud. Así me ha pasado con Anna Karenina y, más allá del magníficamente pintado bovarismo de la protagonista, y de la descripción de personas y hechos de la sociedad rusa, viene al caso transcribir un par de párrafos acerca de la situación sociopolítica y cultural de la Rusia de entonces.
Hablando de la sociedad y el planteo económico de su tiempo, dice Lev Tolstói en un pasaje: «Me llamarás otra vez retrógrado y otra cosa terrible por el estilo: pero me molesta y ofende ver por todas partes el empobrecimiento de la nobleza a la que pertenezco, y a la que, no obstante la mezcla de clases, me complace pertenecer. Y el empobrecimiento no es debido al lujo, eso no significa mucho: vivir a lo noble es el cometido propio de la nobleza y sólo los nobles saben hacerlo. Ahora los campesinos que viven por aquí compran la tierra y eso no me solivianta. El hidalgo no hace nada, mientras que el campesino trabaja y suplanta al gandul. Así debe ser y me algra que lo haga el campesino. Pero lo que me molesta es el empobrecimiento que resulta, ¿cómo diría yo?, de una especie de simpleza. Aquí un especulador polaco compró una finca magnífica por mitad de su valor a una señorita que vive en Niza. Allá se da a un negociante una desyatina de tierra que vale diez rublos como fianza para un préstamo de un rublo. Aquí, sin motivo alguno, has regalado a ese bribón treinta mil rublos.» (Anna Karenina, Alianza Editorial, Madrid 2013, pág 247)
Y, más adelante, describe por boca de uno de sus personajes la realidad cultural: «Me lo han presentado. Es un sujeto excéntrico y maleducado. Uno de esos salvajes modernos que hoy se encuentran tan a menudo. Ya sabes. Uno de esos librepensadores que se han criado desde niños en un ambiente de ateísmo, nihilismo y materialismo. En otros tiempos -prosiguió- un librepensador era un individuo que había sido educado en los principios de la religión, la ley y la moralidad, y que llegaba al librepensamiento tras una lucha interior e ímprobo trabajo; pero ahora hay todo un nuevo género de librepensadores congénitos, que crecen sin haber oído jamás que hubo una vez principios de moralidad o religión y que solía haber autoridades. Se crían en la negación radical de todo, o, dicho de otro modo, como salvajes. Mihailov es uno de ellos. Tengo entendido que es hijo de un mayordomo de Moscú y que no ha recibido ninguna educación. Como no tiene un pelo de tonto, cuando ingresó en la Academia y llegó a tener fama trató de instruirse por su cuenta. Y volvió los ojos a lo que consideraba verdadero origen de la educación: los periódicos y revistas. Ahora bien, en otros tiempos un hombre, un francés por ejemplo, que quería instruirse habría empezado por el estudio de los clásicos, los teólogos, los dramaturgos, los historiadores y los filósofos, y figúrense el esfuerzo mental que habría que aplicar a ello. Pero hoy día, en nuestro país, se familiariza al momento con la literatura de negación, absorbe con rapidez la esencia entera de la negación y. tiene todo lo que necesita. Y eso no es todo. Hace veinte años habría hallado en ese género de literatura indicios del conflicto con las autoridades, con ideas tenidas por válidas durante siglos, y hubiera deducido de ese conflicto que hay algo más: «No hay otra cosa: sólo evolución, selección natural, lucha por la existencia. ¡Eso es todo!»» (Id., pág 650)
Con las debidas diferencias y reemplazando la nobleza de título por la abundante nobleza de espíritu que todavía resta aquí, sumada a la caracterización de la burocracia de los funcionarios gubernamentales, la realidad descripta por Tolstói se superpone -escalofrío mediante- con la nuestra de hoy.
No cabe abundar. Apenas tener en cuenta que él publicó su novela en 1871: cuarenta años después gran parte de esos burgueses y aristócratas traidores al Zar, junto a todo el pueblo ruso, empezó a vivir setenta de tiranía soviética.
Por Hugo Esteva.
Fuente: Diario La Prensa
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