El presidente de la República nos ha acostumbrado a oírlo desmentir a la tarde lo que mintió a la mañana. Siempre manteniéndose lejos de la verdad. Y, naturalmente, contagia a sus colaboradores, desde los ministros a los funcionarios, desde quien encabeza a los diputados hasta quienes gobiernan gran parte de las provincias.
Hay que reconocer otra vez que quien no miente es Cristina Kirchner. Eso sí, ella está presa de una personalidad que necesita del permanente conflicto para sobrevivir. Y lo va a encontrar pase lo que pase, como sucede con los recurrentes psicópatas sexuales y los cleptómanos.
Pero lo antedicho no sería siquiera novedad si no sirviese para plantear un problema cultural más profundo que explica buena parte de, entre otros, el desastre en el manejo de la pandemia que sufrimos. La mayor parte de la enseñanza y por consiguiente del conocimiento, es entre nosotros completamente teórica, abstracta, alejada de la realidad. Y eso no sólo se aplica a disciplinas que lo requieren, como podría entenderse para la filosofía, sino que aterriza en terrenos tan carnales como, por ejemplo, la cirugía: es cada día más común asistir a Jornadas y Congresos donde los expositores producen sus conferencias, diapositiva tras diapositiva, proyectando los trabajos y las conclusiones de otros sin agregar nada de su propia experiencia. A eso se suele llamar conocimiento basado en la evidencia.
Una evidencia que nadie comprueba, basada en fe ciega ante las publicaciones con gran impacto, aunque se sabe con más y más claridad que aun los papers revisados por expertos (peer reviewed) arrastran serios errores en importante proporción.
No siempre fue así. Uno todavía fue testigo de exposiciones donde los autores mostraban con autenticidad lo que les había sucedido frente a tal o cual método terapéutico y, con modestia, se sometían a la crítica de la audiencia a la vez que defendían con toda la solidez posible sus hallazgos. Ahora todo cambió: por lo general se apagan las luces, comienzan a pasar unos tras otros los títulos, los esquemas y las curvas de autores más o menos remotos. Entonces la penumbra invita irremediablemente a la modorra, hasta que se vuelve a hacer la luz para aplaudir a un presentador poco comprometido. Y, claro, el espectador no tiene, sino que preguntarse con cierta molestia si los expositores piensan que uno no sabe leer o si es incapaz de encontrar los artículos que internet ofrece casi con la insistencia de un vendedor ambulante.
ALEXIS CARREL
Sin embargo, tampoco en esto podemos pretender ser originales. En la primera mitad del siglo XX, Alexis Carrel -que había sido el primer cirujano en la historia capaz de anastomosar una arteria, fundador de la cirugía vascular, la de los reimplantes, la de los trasplantes y premio Nobel en 1912- ya había observado en Francia, su patria: «El cuerpo médico padece hasta el más alto punto la enfermedad intelectual de la que he hablado a usted con frecuencia y que afecta a la mayoría de los franceses. La educación puramente verbal que han recibido les hace tomar las palabras por hechos. En cuanto hablan, creen haber obrado, persuadidos siempre de que lo lógico es verdadero y de que un rótulo colocado por ellos sobre una cosa transforma esa cosa en aquello que desean» (Soupault R. Alexis Carrel, su vida y su obra. Kraft, Buenos Aires 1953, pág 182).
¿Podemos entonces ser tan crueles con nuestro presidente, profesor de Delito, por estar contaminado con una enfermedad tan generalizada, casi pandémica, como se podría decir?
Él y sus expertos -como señalamos ya hace un año en estas páginas- empezaron por hacer todo mal cuando todavía se hubiera podido morigerar el impacto de la epidemia que hoy nos diezma. Detectar sin falsos pudores a los primeros enfermos, aislar selectivamente a ellos y a sus contactos, estudiarlos en serio, determinar los sitios de mayor contagio, poner orden allí, hubieran sido medidas elementales para empezar. En síntesis, nuestros gobernantes hubieran tenido desde un comienzo que decir la verdad.
Los mismos que dijeron hace un año que tenían razón al señalar con ejemplos vecinos y remotos lo bien que estábamos, son los que dicen hoy que tenían razón cuando anunciaban que íbamos a tener un terremoto de casos. Y aun así no están solos: en la vereda de enfrente, sus presuntos adversarios inicialmente negadores de la epidemia se disfrazan sin pudor de sanadores para ofrecer, con la mayor precisión posológica, remedios no convencionales.
Se nos preguntará quiénes tienen entonces que hablar, y la respuesta es sencilla pero probablemente desalentadora para los medios que también mienten al decir que nos informan. No son los expertos que hablan por televisión porque, entre ellos, aún los mejores hablan por lecturas. Los que tienen que hablar son los médicos: los que atienden a los enfermos, los que conocen de manera directa, inmediata, su realidad. Pero esos médicos, los verdaderos, no dan entrevistas ni hablan sino con los pacientes y sus familias. Porque trabajan en la esencia de su profesión.
Por Hugo Esteva.
Fuente: Diario La Prensa