Probablemente la mejor definición, por más sencilla, de la relación médico/enfermo es la que vincula una conciencia (la del médico) con una confianza (la del enfermo). Si falla alguna, las cosas suelen andar mal. Y, a propósito, permitámonos un ejercicio.
Desparramado en el sillón de un despacho rectoral, coronado por una enorme biblioteca de pared a pared y del piso al techo, donde se ve multitud de cuadritos pero ni un solo libro. Vestido con un jean que probablemente ni hace cuarenta años le hubiera cuadrado, pero que hoy subraya una protuberante obesidad casi mórbida y una particular falta de tino. Zapatillas voluminosas. Estudiosamente mal peinado, semibarbudo: ha de pensar que está a la moda pero, en realidad, da todo el tipo de sucia desprolijidad. Dando un reportaje casi con desgano, paseándose por argumentos imprecisos que no justifican para nada una gestión incapaz, ventajera, degradante. Se trata de un ex ministro.
Con un jopo y un tono de compadrito que, por lo que luce, sólo ha de poder sostener frente a las cámaras y apoyado por su custodia. Pronunciando a los ponchazos un idioma lleno de furcios y de silencios balbuceantes que ponen en duda la legitimidad de su diploma secundario (y de un Colegio que supo ser bueno). Echando sin darse respiro la culpa a la gestión anterior cuando basta dar una vuelta por su territorio para comprobar el vacío, o el mero cartel, de la suya. Se trata de un gobernador.
Ayer un impecable guardapolvo y un barbijo al tono, mañana un casco; pero siempre disfrazado. Hasta cuando la corbata se le revira a raíz de un abdomen cada día más difícil de disimular, fruto quizás de las angustias orales que suscita el huidizo poder compartido. Una respuesta para cada interlocutor, aunque tenga por eso mismo que contradecirse de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Amigo, hermano, cariñoso pariente de todos, nacionales y extranjeros, hasta hacernos poner colorados por tener un representante tan besucón con los desconocidos. Lleno de dudas, más allá del prudente límite honesto de las dudas; pero con una central certeza: la desvergonzada sumisión a su mandataria. Se trata de un soi disant presidente.
Entre tales personalidades se ha discernido y se discierne la dirección del país frente a la actual pandemia, pero frente además a una crónica parálisis sociopolítica que lleva ya casi cuarenta ignorantes e inmisericordes años.
La pandemia, sucesivamente negada y exagerada pero siempre insuficientemente tratada y comunicada por expertos -pese a que contemos con un diligente y capaz cuerpo de profesionales que se ha entregado a su deber- ha servido a quienes mandan sobre todo como pretexto y, cada vez más, como ariete para lograr los más abyectos fines contra la patria. Lo cierto es que quienes deciden nos han colocado entre los grandes perdedores del mundo. El resto de sus actividades sólo apunta a la toma completa y definitiva del poder, con cualquier signo y de cualquier manera. Pero substrayendo siempre, como sólo los políticos saben hacerlo. Substrayendo al que produce, al que trabaja, al que enseña, al que tiene que aprender. A ricos y a pobres; pero, sobre todo, intentando aspirar el espíritu de esta nación cansada.
Volvamos, no obstante, al ejercicio planteado. Hemos dado tres ejemplos -que podrían ser los muchos otros que aparecen día a día- de estos polemistas del arco iris gubernamental, en cuyo lugar debería haber hacedores. Y ahora, fuera de broma: si se tratara realmente de elegir médico para cuidar su salud, ¿se pondría usted en esas manos?
Por Hugo Esteva.
Fuente: Diario La Prensa