La insólita disculpa de un gobierno rápidamente caído en la descalificación ha hecho poco menos que vulgar referirse a los méritos. Haber opuesto “meritocracia” a “gobierno para los más débiles” es sencillamente un disparate. Pero un disparate con vericuetos y consecuencias, y por eso no es ocioso volver sobre él.
Hubo, se ha dicho y escrito, hasta cierto apoyo clerical cuando no faltaron quienes sacaron provecho de la coincidencia, este año, entre la fecha de la confesión del gobierno “sin mérito” con la aparición de la parábola de los denarios en el calendario de las Lecturas de la misa. Los obreros que sólo trabajaron durante la última hora resultaron así tener el mismo “mérito” que los que habían transpirado desde el alba. Lectura política de un tema de caridad divina, a la que nos tienen acostumbrados.
Pero para ilustrarme y no entrar en una controversia teológica para la cual no estoy capacitado, decidí releer A cada uno un denario, la novela que Bruce Marschal publicó en 1949 y fue best-seller, por lo menos entre los católicos argentinos, durante la década del cincuenta. No decepcionó al añejo entusiasmo de mi adolescencia esa pintura de la primera mitad del siglo XX, que hoy casi parece ingenua: tanto se han profundizado los abismos culturales…
Y es al final de la novela, conservadora de agradable agilidad, cuando el protagonista -un sencillo, modesto, por momentos incorrecto y siempre simpático abate parisino-, durante un viaje más en subterráneo, “pensaba en los misterios del Señor y en lo mal que los comprendía. Sin embargo creía empezar a comprender uno, y era por qué todos los jornaleros de la viña habían recibido en pago un denario, tanto los que habían soportado el peso y los calores de la jornada, como los otros. Y era porque una parte tan grande de trabajo representaba su propia recompensa, así como una parte tan grande del mundo era su propio castigo. De pronto, el Abate Gastón descubrió que había sido muy feliz como sacerdote. Y aún ahora, casi tullido y casi ciego…” (Emecé Editores, Buenos Aires 1960, pág 437).
Fratelli tutti
No me fue útil, en cambio, la lectura de Fratelli tutti para resolver la incógnita. Permítaseme la audacia, pero me pareció un compendio de obvias buenas intenciones, difusamente mundialista, donde se expresa una cantidad de puntos de vista humanos y particularmente políticos a los que sólo después se acota con citas bíblicas. Es decir, poniendo en segundo plano la lectura cristiana cuando debería ser siempre la luz inspiradora a la que , ahora sí, vale obedecer.
Y entonces no me quedó otra posibilidad que observar la inquina presidencial contra el mérito según los hechos del propio gobierno.
Ahí fulgura, en primer lugar, el manejo sin mérito de la pandemia del Covid 19. Expertos sin experiencia, cifras confusas, infelices comparaciones, negocios e internas. Resultado: vamos batiendo récords de impericia a costa de nuestra gente.
Después:
- El manejo sin mérito de la Justicia.
- El manejo sin mérito de la propiedad.
- El manejo sin mérito de la educación. Y aquí me permito un minuto para señalar de qué podrá ufanarse un rector universitario abonado a las encuestas internacionales en cuya Facultad de Medicina, al menos, permite que haya Profesores Titulares que se han afiliado al gremio no docente sólo para evitar que les llegue la jubilación a los reglamentarios 65 años. Claro que, con seguridad, no han de ser esos profesionales los elegidos por nuestros políticos el día en que les toque tratarse.
La lista podría seguir interminable. Entretanto, la impericia de los enemigos del mérito ha empujado ya a la ruina y a la desesperación a miles y miles de argentinos cuyo error fue creer en el valor del trabajo. Argentinos que se equivocaron, porque los enemigos del mérito que gobiernan no conocen lo que es el trabajo, como no conocen lo que es vivir con la verdad. Ellos, eternos conversadores de comité, devenidos en oligarquía política partidocrática.
Sin embargo estos conversadores, aparentes luminarias del triste hoy de la Patria, no lograrían nunca entender -como Bruce Marshal- que la recompensa de los viñadores pudiera haber sido la larga jornada más allá del denario. Y que, al tiempo, ese denario para los de la última hora fuera la compensación por todo lo bueno que no habían vivido intentando el mérito -intentando dar valor a la vida a través del esfuerzo-, pero tratando a la vez de reivindicarse al cumplir en ese momento final. En fin, cosas que Dios nos enseña.
Hugo Esteva.
Fuente: Diario La Prensa