Para los charlistas habituales de los medios, Vladimir Putin es el nuevo Adolfo Hitler y Ucrania toma el lugar de los Sudetes en 1938 (Wikipedia está empachada de consultas al respecto). A la vez, Rusia emprende la campaña con la clarinada staliniana de «desnazificar» Ucrania, gobernada por una banda de «drogadictos y nazis». En el siglo XXI, en las vastas llanuras –las estepas negras- antaño cabalgadas por los cosacos, parece que está peleando Hitler contra Hitler. El buen sentido, cuyo reparto deja mucho que desear, nos susurra que si todos son nazis y Hitler está al frente de ambos lados, nadie es nazi y quizás es hora de caer en la cuenta de que Hitler lleva largos años de finado. Anotemos, pues, en esta guerra, una primera baja importante: la del sobado argumento de la reductio ad hitlerum para sellar cualquier disputa y justificar cualquier condena («A Hitler le gustaban los ovejeros alemanes; Fulano tiene un ovejero alemán; mmm»), lo que ya provocaba el sarcasmo de Leo Strauss en los años 50 del siglo pasado.
Tampoco sirven las categorías de la guerra fría: «Occidente», el «mundo libre y democrático», de un lado y, por el otro, las autocracias opresivas y antioccidentales. Caído el imperio soviético en 1991, se produjo lo que Massimo Cacciari llamó la “cópula necrófila” entre un turbo-capitalismo aplanador de vocación planetaria con el espectro del marxismo, carente ya este último de su tensión escatológica. Los últimos entramados de la cultura occidental, que alguna vez se llamó Cristiandad, montada a su vez sobre las columnas clásicas grecorromanas, se han ido diluyendo en una resaca monocolor que arrastra un conato de transmutación de la naturaleza del hombre y de las cosas. Las democracias, sujetas a la ley de hierro las oligarquías, se manifiestan en clases políticas autorreferenciales, muchas veces dinásticas y casi incestuosas, a las que se les perdió el pueblo justificante que ya no se sabe dónde está, hasta que lo invoca el populismo reductor que las persigue como su inevitable sombra. Las autocracias –especialmente se apunta hacia la rusa y la china- demuestran, contra la literalidad de la expresión que las identifica, que el soberano solitario es una ficción. Siempre hay una difusión del poder entre un núcleo de poderosos visibles o encubiertos. En la autocracia china, de ese núcleo, que se rige con las normas de integración del viejo mandarinato, surge por cooptación el hombre fuerte de turno, ahora el superpoderoso Xi Jinping. En la autocracia rusa, de luenga tradición, la estructura es semejante para establecer el hegemon, con una titularidad presidencial resultante de parecido proceso de cooptación, sancionado en elecciones canónicas. En el reajuste de imperios a que tiende el actual tablero político mundial (con la China, los EE.UU. y la aspiración rampante de Rusia, así como jugadores menores, como Turquía, Irán, Arabia Saudí, etc.) la autocracia parece más funcional a la continuidad del gran juego que las votaciones cuatrienales de los EE.UU., no exentas de trapisondas como la que encumbró a Joe Biden. Pero no puede plantearse un antagonismo irreductible entre la forma actual de nuestras democracias liberales y las autocracias, porque en ambos casos la oligarquía, para decirlo con el título de un famoso artículo de Gonzalo Fernández de la Mora, es la “forma trascendental de gobierno”, con reducción a términos simbólicos de la efectiva participación política ciudadana en la toma de decisiones. Democracia liberal írrita y autocracias opresivas se solapan en sus consecuencias sojuzgantes para la gente de a pie.
El enfrentamiento de Rusia con Ucrania obedece a otros factores y antecedentes en los que el autor de «Mi Lucha» no cuenta para nada. Tampoco puede interpretarse con el vocabulario del mundo bipolar de la «guerra fría». Y menos como contienda entre democracia y autocracia. Para situar el conflicto debemos partir de dos afirmaciones. La primera es que Rusia no se comprende sin Ucrania y que Ucrania no se comprende sin Rusia. La segunda, es que Rusia necesita a Europa y Europa necesita a Rusia. En el fino fondo ser ruso, como ser ucraniano, es una forma singular de ser europeo.
¿Es Rusia “asiática”?
Un gran pensador suizo, Gonzague de Reynold, que entre nosotros tradujo con excelencia un argentino olvidado, Alejandro Ruiz Guiñazú, arrancaba en 1949 su vasto ensayo «El Mundo Ruso», con la afirmación: «Rusia es asiática». Rusia no pertenece a Europa. «Rusia es Asia», asentado en 1949, quería decir que Stalin y su imperio soviético eran hijos de los mogoles, extraños a Europa, y radicalmente diversos de ella, que debía combatirlos. «Oriental» equivalía, en ese esquema, a «asiático», «antioccidental». Asia es allí y entonces la turba nómada, la Horda de Oro mogolo-tártara con Gengis-Khan a la cabeza. Hoy, cuando nadie se atrevería a clasificar a los pueblos asiáticos como «hordas», le han salido a de Reynold unos discípulos que nunca en su vida han oído ni oirán hablar de su maestro. La cuestión está planteada entre «Occidente» y Rusia, encarnada en un autócrata cruel, probable enfermo mental, de rasgos vagamente asiáticos. Europa, los EE.UU. y el resto del «mundo libre» -candorosamente resucitado- deben cerrarse ante su amenaza, mientras el Imperio del Medio, la China de Xi Jinping, balconea hábilmente la contienda. Volviendo a la afirmación inicial de Gonzague de Reynold, lo curioso es que ella se desmiente con la propia trayectoria de la historia política rusa que la obra describe admirablemente. Pero desde la Rus’de Kiev (988), cuando el varego Vladímir, luego santo y, al mismo tiempo, fornicator maximus, máximo coleccionista de esposas y concubinas (lo que podría quizás no ser incompatible) se casa con Ana, princesa «porfirogenética» (purpurada) de Bizancio, se incorporan a la cultura bizantina. Ya antes los varegos -vikingos- eran vasallos del emperador romano de Oriente, constituyéndose más tarde la «guardia varega» como la de suma confianza del monarca. La cultura bizantina, formadora de la cristiandad oriental, era esencialmente heleno-cristiana, con gran influencia sobre la Europa occidental durante la Edad Media. Bizancio educó a los pueblos de Europa oriental y, educada por ella, Rusia fue parte de Europa. La lengua literaria de entonces, el eslavón clásico, sobre el que se forma la lengua rusa, y también la ucrania, es más próxima al griego clásico que lo están del latín las lenguas románicas formadas en el Medioevo, como la que nosotros hablamos. Fue un cristianismo matizado con sentimientos e ideas de origen griego, por lo que el Viejo Testamento y su dios celoso no influyeron tanto allí como en Occidente, donde reaparece con el protestantismo. La diferencia entre «orientales y occidentales» fue la diferencia entre una Grecia a través de Roma al Poniente y una Grecia a través de Bizancio al Levante –originándose así el mito de la tercera Roma. De Bizancio, la Moscovia que sucede a la Rus’de Kiev había recibido una teología política que giraba sobre dos ejes: el primero, que el emperador, el basileus, el «zar» (César) a partir de Iván III, estaba revestido de un carácter sacro, con una misión apostólica de defensor de la fe; el segundo, una idea común con la cristiandad medieval, que el imperio romano no podría desaparecer de la historia; a lo sumo, quedar momentáneamente suspendido, en estado larval. El último de los emperadores bizantinos, Constantino XI Paleólogo, que murió con las armas en la mano, no dejó hijos, sino unos sobrinos, recogidos por el papa Pío II. Iván III solicitó al pontífice la mano de la única sobrina mujer, Zoé. Un legado papal condujo la Paleóloga a Moscú, e Iván asumió la sucesión de los emperadores bizantinos y, a través de ellos, de los emperadores romanos. Recapitulado esto, si Rusia es Eurasia antioccidental, entonces España es Euráfrica. La Horda de Oro de Gengis-Khan manejó Rusia desde 1240 hasta 1380 y podemos alargarlo hasta 1480 cuando Iván III los echa definitivamente. Los mogoles dieron a la futura Rusia una escuela de guerra y un espíritu de cruzada, pero su absolutismo oriental sólo reforzó una enseñanza bizantina: el basileus y el autocrator a imagen y semejanza de Dios. España fue árabe durante siete siglos y sólo algún bodoque ochocentista pudo decir aquello de que «Europa acaba en los Pirineos». Rusia es Europa y Europa necesita a Rusia (¿qué hace la OTAN, el Atlántico Norte, en los confines de Europa? se preguntaba con razón Solyenitzin hace casi cuarenta años) así como Rusia necesita a Europa. Europa necesita a Rusia para recobrar los pilares clásicos de su cultura, que admite y se nutre con las diversas impostaciones nacionales, y hoy está diluida en un «occidentalismo» global y sin raíces, que se expresa en la jerga de lo políticamente correcto. Rusia necesita a Europa para reconocerse, con su componente mítico y milenarista, que el comunismo soviético redujo a escatología carnal fracasada, como parte de una vasta unidad cultural abarcadora, que llamamos «europea», con la que nuestra ecúmene iberoamericana se encuentra necesariamente emparentada.
Por Luis María Bandieri.