Una fila de 510 almas se encamina lentamente hacia su encuentro con Dios.

Son viejos soldados de una guerra que no buscaron pero que ganaron. Van en pos de esa corona de laureles que según San Pablo esta prometida a quienes combatieron el buen combate y no perdieron la Fe.

Infinitamente mas abajo otra larga fila de mas de dos mil hombres aguarda pacientemente el turno de ser llamados al estrado supremo de la Gracia.

Son también soldados de la misma guerra, los que luego que ésta terminara fueron entregados por los mandantes políticos de turno, a juicios presididos por jueces prevaricadores, que enarbolaban la mal nombrada “política de estado”.

Estos soldados ya no están condiciones de combatir con las fuerzas que tuvieron en su plenitud. Agotados por el incesante reclamo sin respuesta. Agobiados por el ominoso e injusto encierro. Deteriorados por cruentas enfermedades, sufren calladamente sus destinos de “prisioneros políticos”.

Los mismos congéneres que timoratos y cobardes les pidieron a gritos que los salvaran de caer en garras del mas oprobioso de los regímenes dictatoriales; hoy los ignoran, les echan en cara el haber actuado con demasiada fuerza, como si una guerra no fuera cruel en sí misma.

El bando perdedor se ganó la cocarda del “humanismo” y pese a sus alevosos crímenes hoy goza de plena libertad y los placeres de cargos públicos que otrora desdeñara y hoy defiende, pues de ellos viven; de la prebenda “democrática” y de los subsidios infamantes.

Llevamos casi veinte años en este estado de cosas y casi a cuarenta de los hechos que hoy la ingrata población menciona con “horror” haciéndose la desentendida sobre la verdadera historia.

Avizorando el porvenir y el desarrollo de los enjuagues políticos, los viejos soldados están prevenidos de su destino. No serán amnistiados; no serán indultados; no se les perdonará ninguna acción u omisión. La condena será cumplida hasta el final y solo cuando haya desaparecido terrenalmente el último condenado, la triste historia dará vuelta esa página que a muchos horroriza y a otros enaltece.

Por Jorge Muñóz.

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